viernes, 4 de septiembre de 2009

Oda a una lente de contacto ( y más)

No me creáis si algún día vuelvo a decir que me da morbo que me metan la lengua en el ojo. No lo he probado nunca ni lo voy a probar. Decidido. Si ha sido el sutil roce de un dedo, que compromete mucho menos que un lametón, no quiero ni pensar si hay emoción de por medio. También he de confesar que no estaba lo suficiente lubricada y que el óptico no me ponía en absoluto. A pesar de todo, ha merecido la pena tan indigna afrenta. Lo que no has catado, no lo puedes anhelar, pero ahora que ya tengo 100% de visión no sé cómo he podido estar tanto tiempo con las nubes que enturbiaban mi vista. Emocionada estoy.

Ha sido realmente impresionante. Salir a la calle y ver colores que no apreciaba, mirar los carteles de la carretera y saber adónde me dirigía... El palo ha venido cuando me las he tenido que quitar, porque hasta para lo bueno hay un período de adaptación y el mío se mide en una hora más de placer cada día. Con las lentillas puestas es como si antes hubiera vivido en una borrachera constante.

Ahora que me doy cuenta, al dar esta exclusiva anulo todas las posibilidades de excusarme tras un escaqueo de saludo en la calle, porque ya es obvio que tengo vista de águila y puedo ver a kilómetros de distancia. Antes me pasaba y era creíble, porque hasta con mi padre un día no me percaté de su presencia hasta que casi se choca conmigo esperando que lo viera… Ya sólo puedo acogerme a mi despiste…o a las borracheras, claro.

Bueno, a lo mejor ahora con mi buena vista también cambian algo mis gustos. Mucha caña recibí ayer por recomendar una película (también se la recomendé a mi madre y desde entonces no me habla, creo que ya sé por qué). No me resisto a copiar y pegar uno de los correos que recibí por el que ya he bautizado “caso Mapa de los sonidos de Tokyo”:

“No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a las personas que hicieron posible que dos confiadas compañeras siguiesen su consejo y a su vez me empujasen, incauto de mí, a meterme en una sala de cine para ver esa obra maestra, ese ritmo endiablado, esa hora y media de homenaje a la alegría de vivir, ese magnífico autodoblaje del tal Sergi, ese papel tan conseguido de fría asesina a sueldo que no vacila para hacer su trabajo con cuantos dedos sean necesarios, ese magnífico guión que no deja nada al azar, esos chispeantes diálogos, ese trepidante final, ese magistral plano vegetal final post créditos...”. L.L. dixit.

En mi descargo sólo puedo decir que quizás con las lentillas no me hubiera gustado tanto, pero que es una película donde alegría de vivir que te entra es sólo transitoria, pero eficaz y no se mide precisamente en la fluidez de los diálogos. Huelga decir que la escena en la que se habla del sexto dedo es sin duda la que más levantó mi espíritu y me llevó a recomendar encarecidamente tan hermoso film. Tampoco hace falta comentar que me siento identificada con la nada fría asesina a sueldo y su costumbre de visitar cementerios (quizás con mis lentes de contacto pase ahora de esta afición, aunque lo dudo); es más, yo haría el juego de los dedos sobre una tumba sin el menor problema.

En cualquier caso, ¿de qué me sirve ver tan bien si lo más importante es lo que escapa de la vista? Si no que se lo digan a este buen ciudadano de Florida. Otra crítica que me llovió ayer. Encabezamiento del mail: “Toma pescado crudo, Isabel” (C.W., dixit); contenido, teletipo con el siguiente titular: “Un hombre se atraganta con una rana que estaba en una lata de Pepsi”. Lo dicho, no sé si es mejor ver tan bien o seguir viviendo en la ceguera…

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