domingo, 6 de septiembre de 2009

www.perdonaqueseasoez.com

Como ya me he venido arriba, me he cambiado de jaula. A partir de ahora estoy en www.perdonaqueseasoez.com

La ameba de Karenina

A mí no me pasa como decía Goethe. Para él “pensar es difícil y actuar todavía lo es más”. En un arranque de poca fe hacia el hombre terminaba diciendo que “actuar como se piensa es la cosa más difícil del mundo”. Yo, sin embargo, estoy lanzada. Preparada para la acción, llevo tiempo anunciándolo. Se acabó el comprar y vender simulacros. La señal me la dio la noche del jueves mi querida amiga Caro. Montamos una improvisación al estilo Stanislavsky con unos cubatillas en la mano y nos salió la respuesta a nuestras preguntas. Estábamos charlando de quebraderos de cabeza varios cuando Caro me soltó que a mí me va sufrir. El diálogo concluyente y final fue:

- Yo: “Ana Karenina”.

- Ella: “Ameba”.

- Ambas a la par: “Encantada”.

Esta charla de besugas es un buen resumen de la esencia del resto de la parrafada. En el término medio está la virtud. La vida no puede ser tan compleja como la escribió Tolstoi. La Karenina de los huevos era una desgraciada por cobarde. Sólo pensaba en interpretar sus sueños y vivía en un estado de negación continua para evitar lo real. Las amebas, por su parte, eran un remedio que usaban los antigus romanos para evitar la fiebre… Tenemos camino ambas para llegar a la virtud porque al final las dos posturas tampoco están tan enfrentadas.

De todas maneras yo soy una firme defensora de tener la cabeza llena de pajaritos y todo es compatible. Un amigo de un amigo (odio esta expresión, pero en este caso es real) dice que lo que hay que intentar es que no sean siempre los mismos. Abrir la jaula de vez en cuando, que haya movimiento, que fluyan. A eso se llama evolución, madurez o tabla salvavidas. A todos alguna vez se nos cuela un pajarraco en la mollera y no hay manera humana de hacerlo salir hasta que se cansa de pasar el tiempo balanceándose en la pena. Otras veces abrimos la jaula esperando que algún pajarillo pique de nuestro alpiste. Otras muchas no se espera la visita de ninguno y te encuentras por sorpresa dándole pipas en la palma de la mano… Lo importante es que sean pájaros cantarines y que nos dejen actuar, que no nos pongan grilletes y nos condenen a darles de comer de por vida. Si se convierten en más cucos de la cuenta, siempre nos quedará el recurso de llamar al lindo gatito…

viernes, 4 de septiembre de 2009

Oda a una lente de contacto ( y más)

No me creáis si algún día vuelvo a decir que me da morbo que me metan la lengua en el ojo. No lo he probado nunca ni lo voy a probar. Decidido. Si ha sido el sutil roce de un dedo, que compromete mucho menos que un lametón, no quiero ni pensar si hay emoción de por medio. También he de confesar que no estaba lo suficiente lubricada y que el óptico no me ponía en absoluto. A pesar de todo, ha merecido la pena tan indigna afrenta. Lo que no has catado, no lo puedes anhelar, pero ahora que ya tengo 100% de visión no sé cómo he podido estar tanto tiempo con las nubes que enturbiaban mi vista. Emocionada estoy.

Ha sido realmente impresionante. Salir a la calle y ver colores que no apreciaba, mirar los carteles de la carretera y saber adónde me dirigía... El palo ha venido cuando me las he tenido que quitar, porque hasta para lo bueno hay un período de adaptación y el mío se mide en una hora más de placer cada día. Con las lentillas puestas es como si antes hubiera vivido en una borrachera constante.

Ahora que me doy cuenta, al dar esta exclusiva anulo todas las posibilidades de excusarme tras un escaqueo de saludo en la calle, porque ya es obvio que tengo vista de águila y puedo ver a kilómetros de distancia. Antes me pasaba y era creíble, porque hasta con mi padre un día no me percaté de su presencia hasta que casi se choca conmigo esperando que lo viera… Ya sólo puedo acogerme a mi despiste…o a las borracheras, claro.

Bueno, a lo mejor ahora con mi buena vista también cambian algo mis gustos. Mucha caña recibí ayer por recomendar una película (también se la recomendé a mi madre y desde entonces no me habla, creo que ya sé por qué). No me resisto a copiar y pegar uno de los correos que recibí por el que ya he bautizado “caso Mapa de los sonidos de Tokyo”:

“No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a las personas que hicieron posible que dos confiadas compañeras siguiesen su consejo y a su vez me empujasen, incauto de mí, a meterme en una sala de cine para ver esa obra maestra, ese ritmo endiablado, esa hora y media de homenaje a la alegría de vivir, ese magnífico autodoblaje del tal Sergi, ese papel tan conseguido de fría asesina a sueldo que no vacila para hacer su trabajo con cuantos dedos sean necesarios, ese magnífico guión que no deja nada al azar, esos chispeantes diálogos, ese trepidante final, ese magistral plano vegetal final post créditos...”. L.L. dixit.

En mi descargo sólo puedo decir que quizás con las lentillas no me hubiera gustado tanto, pero que es una película donde alegría de vivir que te entra es sólo transitoria, pero eficaz y no se mide precisamente en la fluidez de los diálogos. Huelga decir que la escena en la que se habla del sexto dedo es sin duda la que más levantó mi espíritu y me llevó a recomendar encarecidamente tan hermoso film. Tampoco hace falta comentar que me siento identificada con la nada fría asesina a sueldo y su costumbre de visitar cementerios (quizás con mis lentes de contacto pase ahora de esta afición, aunque lo dudo); es más, yo haría el juego de los dedos sobre una tumba sin el menor problema.

En cualquier caso, ¿de qué me sirve ver tan bien si lo más importante es lo que escapa de la vista? Si no que se lo digan a este buen ciudadano de Florida. Otra crítica que me llovió ayer. Encabezamiento del mail: “Toma pescado crudo, Isabel” (C.W., dixit); contenido, teletipo con el siguiente titular: “Un hombre se atraganta con una rana que estaba en una lata de Pepsi”. Lo dicho, no sé si es mejor ver tan bien o seguir viviendo en la ceguera…

martes, 1 de septiembre de 2009

Transparente

La gente se empeña en decirme que soy transparente. Aunque hay días que lo que me gustaría ser es invisible, colarme en probadores, perseguir fantasmas por la calle, meterme en conversaciones ajenas sin quedar de cotilla…

Si de buenas a primeras me volviera incorpórea, se daría en mí el gran conflicto vital que a todos se nos cruza alguna vez en el camino: usarlo para hacer el bien e impartir justicia, mi concepto de justicia, claro, o por puro hedonismo. Una de las cosas que me gustaría hacer sería dar chorlitos a los imbéciles con los que me cruzo por la calle: los que atascan las aceras parloteando, los que van dando gritos, los maleducados que te avasallan. Sería una especia de justiciera, cosa que no me permite mi escasa o casi nula fuerza bruta. Me imagino las caras de los transeúntes ante un golpe seco en la nuca…y yo muerta de la risa. La verdad es que esta idea conjuga la idea de justicia divina con el puro placer.

Lo que sí haría por gusto sería ir detrás de niños guapos, o de parejitas felices, y ejercería de voyeur (voyeuse, en mi caso). También imagino cómo sería practicar sexo siendo traslúcida…

El punto negativo de ser etérea es que correría riesgos innecesario: oír lo que no debo, meterme donde no me llaman… En cualquier caso prefiero ser invisible a ser transparente. Se debe sobrellevar mejor. Pero no, no puede ser, eso es fantasía, todavía no inventaron la máquina para borrar temporalmente la piel. Así que lo que me toca a mí es ser transparente, no saber mentir y dar alguna que otra torta sin manos.

domingo, 30 de agosto de 2009

Abuelas

Esas mujeres entregadas, a menudo con olor a neftalina, contadoras de historias… Las que nos consienten, nos cuidan cuando enfermamos, nos entretienen cuando nos aburrimos o nos riñen sacudiéndonos el polvo del culo con un cate. Son las que nunca se enfadan, las que no tienen nada propio, las que pelean lo que tienen que pelear porque sus niños estén a gusto. Las que dicen que como se quiere a un hijo sólo se puede querer a un nieto. Las abuelas, enciclopedias de refranes, recetario andante de sabores que no se vuelven a probar, autoras de frases célebres y madrinas de neologismos tecnológicos. El amor incondicional. La espera, la paciencia, la bondad. Virtudes que aprendieron en la mayoría de los casos a base de palos en una época oscura. La luz de los miedos infantiles. El parapeto. Las que ponen mercromina en las heridas. Las que nos enseñan dignidad cuando se marchan.

Come más, no llegues tarde, no fumes, no bebas, dame un beso, ven a verme más… Las peticiones de las abuelas que son material para las quejas de los nietos y para una serie de tópicos con los que alimentar chistes, viñetas, cuentos, historias… Las frases que cuando se van ellas dejan de tener sentido.

Hoy la mía hubiera cumplido años y, aunque ya no está para decirme que coma más, que estoy muy canija; que no salga de noche, porque a ciertas hora en la calle no hay nada bueno; que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que me pinte la cara… la sigo echando de menos por ésas y otras cosas chiquititas. De lo que más acuerdo es su olor, la textura de las arrugas y la temperatura de su mano cuando acariciaba la mía y se llevaba un rato hablando de lo largos que tengo los dedos o la sensación que dejaba en mi cara cuando me daba esos besos por los que tanto me quejaba. Me gustaba cuando se acordaba de su juventud, cuando se emocionaba escuchando a Machín y cuando se empeñaba en convertirnos en buenas personas.

sábado, 29 de agosto de 2009

Se me juntan las letras

Ya hoy me la han metido. He ido a revisarme la vista porque cuando digo que veo menos que una polla en un baúl (perdón, otro de los refranes de mi abuela, que son sabiduría popular aunque soeces), no es un recurso estilístico. Se ha confirmado lo que yo me llevaba un tiempo barruntando. Me ha aumentado la miopía. Como soy ahorrativa pero he decidido que voy a ponerme lentillas, sólo le voy a cambiar los cristales a las gafas. Con esta indicación se pone el óptico a echar cuentas: “Antirrayaduras, ¿no?; antirreflejantes como las otras, ¿verdad?, y reducidos, porque con la nueva graduación…”. En este punto salto. “¡¡¿¿Cómo??!!, ¿que tengo la vista pa’ gafas de culo de botella?”. Pues resulta que casi y que por ese pequeño matiz me la tiene que meter doblada. No hay remedio. Ahora imagino si cuando tenga mis ojos prestados veré otras cosas que no veo ahora, si me sorprenderé de redescubrimientos, si tendré menos dolores de cabeza.


Bien es cierto que el sentido de la vista no es mi favorito. Prefiero que lo que tenga que llegar a mí lo haga por otros cauces. En realidad quizás eso se deba a que nunca he sido un lince. Yo soy más bien una perrilla rastreadora. Voy por la calle olisqueando. En cuanto al oído, sólo me sirve para saber si la tele está apagada con el mando (en ocasiones escucho ondas electromagnéticas que nadie oye... sé que es inquietante) y bueno, el sentido del tacto y del gusto supongo que los tengo desarrollados lo reglamentario. Sin embargo el olfato, ay, mi nariz, ¡qué bien huele!


Es casi enfermizo. Soy capaz de rememorar grandes momentos sólo por el olfato. Me es mucho más evocador que cualquier otra referencia sensorial. Y ahora, falta de esta clase de estímulos por este puñetero agosto que ya agoniza pero que sigue amenazando con destrozarme de un golpe de calor a la par que deja mi vida social bajo cero, encima, se hace patente lo ya anunciado, que veo menos que un carajo vendado (un día tengo que dedicarle una entrada a los refranes familiares).


Dice la Wikipedia que la nariz humana distingue entre más de 10.000 aromas diferentes y que el olfato es el sentido más fuerte al nacer. De la vista comenta que es la responsable de que el cerebro perciba el mundo. El mío, con alguna dioptría más que me he agenciado a un módico precio, cambiará a partir de la semana que viene. Miedito me da la claridad meridiana de mis nuevas gafas y lo rápidas que podrían cambiar las cosas unas lentillas.


(La foto, como la de mi pobre dedo roto, es de Javier Cuesta).

Malos hábitos coronarios

Hay días que pasan como si no pasara nada y otros que dejan escenas para el recuerdo, imágenes que quizás con los años seguiremos viendo como si fuese el mismo instante en que quedaron grabadas en nuestra memoria. Ayer, durante el paseo en bici, fuimos testigos de una escena que lleva ocupando mi mente desde entonces. Un hombre, de poco más de 40 años, gritaba a pleno pulmón que lo único que le había dejado una buena mujer tras abandonarlo era la enfermedad, "la puta esquizofrenia". No hay que decir que la protagonista de su historia estaría presente en su mente y que los transeúntes veíamos era a un hombre destrozado chillando al aire.

Más me vale exorcizar ese recuerdo e ironizar sobre él porque lo único que va a hacer es alimentar una de mis neurosis de repetición, el miedo a volverme loca. Hay un proverbio latino que dice que es una locura amar a menos que ames con locura y a estas alturas de la película o soy una descreída o prefiero otra clase de quereres que impliquen menos riesgo para la salud después de ver al pobre hombre de ayer.

El debate de esta semana se ha centrado en la asunción de riesgos, que podríamos haber subtitulado como “manual de uso y disfrute sin peligro coronario”. La conclusión salía en cada sesión pero volvíamos sobre el tema: las enfermedades súbitas llegan de cualquier manera, así, inesperada y bruscamente, y mandan el manual de instrucciones al mismísimo hoyo.

Esta semana, por ejemplo, la Sociedad de Astronomía nos recomienda el cúmulo de Ptolomeo, que se encuentra en la constelación de Escorpio. Quien no tenga agudeza visual suficiente, se podría quedar sin verlo. Dice que tiene 220 millones de años y que se acerca a la Tierra a una velocidad de 14 kilómetros por segundo. A priori podría dar hasta miedo.

Con un ojo normal, el ser humano sería capaz de ver este montón de 80 estrellas, de la que destaca una amarilla gigante, pero como la mayoría tenemos una miopía galopante, nos conformamos con ver bien el suelo y no pegarnos el batacazo padre. La pregunta es ¿perderse un espectáculo así por temor a no ver con claridad las estrellitas? ¿Y si por enfocar al firmamento perdemos de vista lo que está bajo nuestros pies? Ay, las eternas preguntas y las metáforas de lo cotidiano…

Con mi hermana de seis años, Marina, me he quedado de piedra. Me ha dicho literalmente que su amiguito Francisco estaba enamorado de ella, pero que ella estaba enamorada de Guille, aunque no era su novia porque éste quería casarse con ella y con Irene y que eso es tener mucho morro... Uff, ¡qué vaya entrenando!, he pensado con la sonrisa de hermana mayor consciente de que el tiempo pasa y que ya mismo irá con un garrulo del brazo.

Mientras llega la caída inevitable –concluyo- toca reír, gritar y chapotear, que es mi verbo favorito. Si hay alguien enfermo (no digo nombres pero sé que estoy rodeada), seguro que encuentra cura (y no en una iglesia).