Me voy a comprar cinco o seis metros de cuerda. Que no cunda el pánico que no es para ahorcarme. Más bien serán metros de guita, para atar una copia de la llave del portal de mi casa. Menos mal que mi dulce hogar no es precisamente el camarote de los hermanos Marx, que sino, tendría un culo mucho mejor puesto que el que ya tengo. Y eso es un problema.
En fin, que estoy pensando en hacerle una petición a mi casero. Después de pedirle un termo nuevo y una lavadora la primera semana de mudarme a Correduría, tras comprobar que el anterior inquilino era un guarro que ni se duchaba (el calentador era de 15 litros) ni ponía la colada (a la primera se me inundó el piso y lavaba a 90º), deseché la idea de pedirle un sofá. Pero bien visto y pasados los meses y una vez ha caído en el olvido tanta solicitud -espero- ahora prefiero estar tirada incómoda otro año más a seguir teniendo que bajar a abrir la puerta cada vez que vienen visitas. Eso no es digno.
Más aún cuando se presentan sin avisar: imagínadme en bragas en pleno invierno con el abrigo de plumas puesto para abrir la puerta... Indigno. O en agosto, sudando a las tres de la tarde, escalera arriba, escalera abajo. Indigno también. Voy a tener que poner un letrero: "Absténgase de llamar al portero, no funciona y no bajo a abrir", pero entonces me perdería muchos buenos ratos también, claro.
Hasta hace poco tenía la fea costumbre de lanzar mis llaves por la ventana (y debo reconocer que parezco un carcelero, porque en el mismo llavero llevo las de mi casa, la casa de mi padre, las de mi abuela y las de mi madre). Un buen manojo, vamos, que si seguía así podría haber chocado a alguien con el invento. Muchas veces he visto con cara de cordero degollado a alguno de mis amigos mirando al cielo como el que espera un milagro: que no les hiciera una brecha por ahorrarme bajar y subir de nuevo al segundo.
Con un portero electrónico, todo cambiaría. Sería mucho más digna y mucho más popular porque haría cenas en casa, invitaría a tomar café... O no, me inventaría otra excusa para no ser la perfecta anfitriona que soy cuando me pongo. Ahora, de hecho, sólo bajo cuando ya he perdido el decoro o cuando recibo alguna contraprestación. Son las cosas de la dignidad que, en el fondo, se pierde gustosamente. A lo mejor le pido al casero un sofá...
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