viernes, 24 de julio de 2009

Bebo para hacer interesantes a los demás (I)

Vivo en una ciudad con un porcentaje muy alto de putas y cabrones. Podría ser más bruta y decir que esta es una ciudad de putas y cabrones, así en plural, pero tendría que decantarme por un bando y lo que es peor, empezar a clasificar a familiares y amigos. Y es que hay días como hoy (y ayer), que me preguntó por qué hay tanto subnormal suelto por las calles y no llegan los laceros y se llevan a más de uno a la perrera.

Estuve en la velá de Santa Ana. Una muchedumbre que siempre me ha gustado por dos únicos motivos: el ron Liberación de la caseta de IU y el mojito. Las papas que me he cogido allí son antológicas (moño con tenedores, el fresquito de una pota, tribesos, el guarrazo en plena calle Betis, lanzamiento de móvil...). Quizás sería que ayer estaba todavía perjudicada porque no disfruté como antes. O eso o me estoy haciendo mayor y cascarrabias. La cosa es que, pasando entre la gente te das cuenta de cuán absurdas son en general las personas. Mucha pija, mucho cani-chungo y mucho sevillanito de pro. Que aquí son todos muy graciosos de jiji y copita, pero luego tontos del culo.

Siempre me cabrean las generalizaciones porque son mentira. Yo nunca me he sentido de aquí. De aquí como se entiende desde fuera. No soy de Semana Santa, ni de miarma ni de chocho loco. No me gustan los tíos con patilla y nunca me ha parecido estético llevar pendientes de perlas y moreno de rayos uva. Es verdad que eso no es ser sevillano: en mi DNI pone que nací en Sevilla y veo un paso y echo a correr. Eso si no la lío metiéndome con el que toca la corneta, que creo que Freud haría con esos tipos encajes de bolillos, que a ver cómo se explica que uno se lleve ocho horas con semejante objeto en la boca...

Lo que quiero decir con esto es que, donde hay tal concentración de gente te percatas más de la cantidad de ellos que estarían mejor encerrados. La pareja de tristes que ni se hablan mientras beben -un refresco- en la puerta de una caseta esperando que llegue la hora de irse cada uno a su casa sin una triste sonrisa (ni qué decir que sin un beso apasionado en un rincón oscuro); la pandilla de amigos que no se soportan mucho pero que llevan años juntos y siguen en la inercia aunque ya no tengan nada en común; el grupo de niñas que salen de punta en blanco y se cabrean porque les derramen la copa encima... Eso sí, llega el de enfrente, empieza el espectáculo, risotada y "Quillo, ¿qué, tú por aquí? A ver si nos vemos otro diíta ¿no, miarma?".

Yo no quiero ser de ésas. No quiero convertirme en esa clase de engendro. No me tomé ni ron ni mojito, por eso a lo mejor estaba mijita. Uff, vaya tela.

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