viernes, 28 de agosto de 2009

Lección uno

Me las prometía felices. Podría fantasear y contar que he ligado, pero sería tergiversar la historia. Yo iba lampando por refrescarme los humos y he terminado ardiendo. No tengo remedio. Lo bueno es que he constatado que no he perdido la forma física. Hoy he conseguido que le quiten la pelota y echen de la piscina de la comunidad de mi madre a un grupo de adolescentes cachondos. No ha sido difícil. Soy un hacha. Me veo bien. Y todo esto sin ser desagradable, si acaso un pelín mezquina…

Debería empezar por decir que odio las piscinas comunitarias. Más la de mi madre. Tengo que ejercer de hija pródiga y saludar a las vecinas y repetir cien veces la misma historia. Veo a los que no son tan niños y los recuerdo cuando iban en carrito y me hacen sentir vieja. El agua suele estar caliente (vete tú a saber por qué en un lugar donde el número de hijos por mujer supera con creces la media y se acerca peligrosamente a la del opus…) y para colmo hay como una regla no escrita sobre las sombrillas: los grupos de marujas se organizan en pandillas y tienen zonas tomadas. A ver quién es el valiente que se atreve a entrar en campo enemigo…




Hoy estábamos solas en la piscina. No podía hacer más calor. En el agua, los adolescentes cachondos jugando a la pelota y dando voces invitaban a quedarse mejor en el césped. Hasta que he ideado la estrategia. Son como animalitos, hacen monerías cuando tienen espectadores y caen en la trampa de la presión.

Sutilmente nos hemos ido lo hondo mi hermana Cristina y yo para tomar posiciones y observar más de cerca a esos seres primitivos. Este movimiento de ficha por nuestra parte ha hecho que el socorrista venga a decirnos que si nos molestaban los niños, se lo dijéramos. El pobre ha cavado su propia tumba. Los demás lo han visto claro: pueden más dos tetas que dos carretas.

Hemos empezado con decir, como las que no quieren la cosa, que la piscina tenía mucha hierbecita en suspensión, cuando el buen muchacho, de no más de 20 años, se ha puesto a pescarla con el consiguiente cachondeo de sus congéneres. Ahí ya nos hemos crecido del todo: hemos conseguido la división en las filas del contrario. Con una caída de párpados le hemos hecho ver al socorrista –a la sazón el más interesado en nosotras- que los demás lo estaban tomando por el pito del sereno y hemos logrado que les requisen la pelota. Eso ha hecho estallar la guerra definitivamente y ha terminado echando al grupo desde su posición de autoridad.

El resultado ha sido que nos hemos podido bañar las cuatro solas. Con toda la piscina para nosotras mientras los otros nos miraban desesperanzados y aprendían la primera lección sobre las mujeres: a la chita, callando.

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